Se prohíbe todo salvo ir a trabajar.
Más allá de distopías orwellianas: ¡La economía capitalista!
Desde que la pandemia fue “declarada”, en marzo de este año, entre el gobierno central y los diferentes gobiernos autonómicos (es decir, entre el nivel general y el local del Estado) se han tomado las siguientes medidas:
-Un Estado de Alarma, que implicó la absoluta prohibición de abandonar el domicilio, excepto para cubrir las necesidades más perentorias.
-Un Estado de Alarma “suavizado”, en el que se restringió el movimiento de la población a unas pocas horas diarias.
-Un Estado de “nueva normalidad” (decimos estado porque fue legislado como tal), que potestaba a las autoridades para tomar las medidas restrictivas que considerasen oportunas, y cuando lo considerasen conveniente.
-Confinamientos selectivos de pueblos y barrios, casi permanentes como en Íscar y Pedrajas (el confinamiento más largo) o temporales, con Madrid como ejemplo más lacerante: se llegó al despropósito de “sellar” los barrios proletarios de la ciudad dejando libertad de circulación a los habitantes de los barrios burgueses.
-Un “toque de queda”, es decir, la prohibición de circular por la noche a partir de las 22 horas (en Castilla y León) o las 24:00 horas en diferentes ciudades y regiones del país (Madrid, Valencia...). [Finalmente hasta las 23:00 con el nuevo estado de alarma, dejando una hora de margen a las comunidades que quieran adelantarlo a las 22h].
- Y de acuerdo a la prensa, otro Estado de Alarma con nuevas medidas restrictivas que el consejo de ministros aprobó el domingo 25 de octubre.
En todas estas situaciones, tomadas como decimos por uno u otro de los niveles estatales, hay dos constantes: prohibición de reuniones y limitación de la circulación. Y, para garantizarlo, el despliegue masivo de policía, Guardia Civil, ejército y reaccionarios de balcón varios. Es decir, estamos ante medidas que implican un incremento del poder del Estado para controlar la vida diaria de las personas, para prohibir discrecionalmente derechos fundamentales que hasta ahora parecían intocables.
Desde el Estado se afirma que son medidas inevitables para salvar la situación de crisis sanitaria que se vive en todo el país, que son las únicas posibles, que el propio ordenamiento jurídico del país fuerza a ellas, si se quiere evitar la extensión de los contagios.
Pero, seis meses después del inicio declarado de la circulación del virus por España, ¿qué tenemos?
Miles de contagios diarios, centenares de muertos en los hospitales y residencias de ancianos.
El colapso total de la atención primaria, con graves problemas de personal, cansancio y ultraexplotación.
Un sistema sanitario que se ha derrumbado como un castillo de naipes, miles de muertes asociadas a otras patologías diferentes del virus pero que se producen por la falta de medios médicos que venía de lejos y se ha agudizado con la pandemia.
Todo esto, después de haber pasado casi tres meses, en los que el Estado se ha empleado a fondo para impedir la movilidad: que ni siquiera los niños pudiesen salir a la calle. Esta semana que entra, más de mil personas morirán mientras el Estado afirma que está haciendo todo lo necesario.
¿Cuál es el problema? Básicamente que el Estado no está tomando ninguna medida sanitaria. Todos sus esfuerzos van dirigidos hacia la imposición de un sistema represivo reforzado por todas las prerrogativas legales que tiene en su mano (y las que no, se las inventa, visto que muchos juristas comienzan a hablar de extralimitación en la “libertad” con que los gobiernos autonómicos están tomando para imponer cierres perimetrales, toques de queda, etc.).
En la sociedad capitalista, la mayor parte del tiempo se dedica o bien al trabajo o bien a la educación para el trabajo. La mayor parte de la población, el proletariado, sacrifica casi toda su vida a la producción de mercancías. Parece razonable pensar que es en esta actividad que consume casi todas las fuerzas sociales donde deberían imponerse medidas sanitarias para impedir la propagación del virus. Y, sin embargo, es precisamente aquí, en los centros de trabajo, en las fábricas, en las oficinas, en los colegios e institutos, donde no se ha tomado absolutamente ninguna medida.
El gobierno central y sus secuaces autonómicos mienten: no ha habido confinamiento domiciliario, ir al trabajo era obligatorio si no se estaba despedido o en ERTE; no ha habido confinamiento perimetral, las salidas laborales eran prácticamente las únicas permitidas; no hay toque de queda, todos los trabajos nocturnos siguen siendo obligatorios; no hay medidas de distanciamiento social o higiene personal, en ninguna empresa ningún empresario está en condiciones de respetarlas sin que esto afecte a la producción.
A la población, mejor dicho, a la clase social que constituye la inmensa mayoría de la población, el proletariado, se le han impuesto una serie de medidas coercitivas para disciplinarle, para hacer caer sobre él el peso de la crisis económica y social creada por la pandemia. Ninguna medida de las tomadas ha tenido otro objetivo que el de controlar a esta parte de la población que se ve afectada por el desempleo, la miseria y el hambre que el colapso de las economías ha traído. Este es el verdadero secreto de la crisis del coronavirus.
Hay quienes, no se sabe si desde la candidez más absoluta, afirman que el Estado podría tomar medidas para atajar la pandemia: rastreadores, cuarentenas, etc. Por supuesto que todo esto se podría hacer, claro. Pero basta con observar un momento las consecuencias para saber por qué nunca se hará. Según las estimaciones que da el Ministerio de Sanidad, entre uno y tres millones de personas se han contagiado en España a día de hoy. Aceptemos, siguiendo a este mismo Ministerio, que el “confinamiento” de marzo-junio fue eficaz y que el grueso de los contagios se ha producido después. Pongamos ahora que por cada contagiado, contamos cuatro contactos (una cifra baja) a los que habría que rastrear y poner en cuarentena. Pues bien, tendríamos que aproximadamente doce millones de personas habrían estado inmovilizadas a lo largo de los últimos meses. Es el equivalente a tres cuartas partes de la fuerza laboral española. El coste en horas de trabajo habría echado a pique la economía. Por eso, ni el gobierno central ni el autonómico, ni el PP, ni el PSOE, ni Podemos, ni el PNV ni ningún representante de la burguesía va a tomar medidas sanitarias para controlar la pandemia. Porque el precio a pagar por hacerlo es demasiado alto. El coste de la sanidad pública no es nada comparado con el coste de restringir la producción a los niveles que exigiría la contención de la pandemia.
El Estado es la máquina en manos de la clase burguesa que esta utiliza para imponer su control sobre el proletariado y otras clases subalternas. El Estado se comporta como lo que es, el instrumento de su amo. No tiene funciones sanitarias, en la medida en que su principal objetivo es garantizar que la clase burguesa siga disfrutando de su posición predominante y de sus privilegios y toda medida sanitaria entra en contradicción con este objetivo. Por lo tanto, lo único que puede hacer es tomar medidas represivas durísimas que tienen una doble función: por un lado, es cierto, moderan algo (muy poco como hemos visto) el ritmo de los contagios (decimos moderan el ritmo, no eliminan, es decir se asume que la mayor parte de la población se va a contagiar antes o después) y esto permite ir tirando con una sanidad prácticamente destruida. Por otro lado, imponen una situación de absoluto control de la población, especialmente de la población proletaria, que permite que las medidas económicas que se van tomando en favor del capital y contra los trabajadores, sean aceptadas sin que la tensión social se desborde de inmediato.
El gran miedo de la burguesía, su desvelo de cada noche, no es la pandemia ni la crisis económica que esta ha traído. Es la clase proletaria, que va a pagar con su vida sus consecuencias, pero que (esto lo sabe bien la burguesía) tiene la fuerza suficiente como para barrer el sistema capitalista de la faz de la tierra. Es por esto que en vez de médicos, hemos visto al ejército. En vez de hospitales, se han reabierto los CIEs. Y así un largo etcétera. Hasta ahora el gobierno de PSOE y Podemos han gestionado bien la situación (con el apoyo inestimable de toda la izquierda parlamentaria, incluyendo a Bildu que, quién le ha visto y quién le ve, apoya el despliegue del ejército en Euskadi con el Estado de Alarma). Han desplegado toda la retórica izquierdista posible, han movilizado a todos sus secuaces políticos y sindicales, y con ello han logrado imponer todas las medidas anti proletarias que la burguesía ha necesitado. ¿Las empresas se paralizan? ERTEs, y los proletarios pagan con el 25% de su salario el mantenimiento de estas. ¿Despidos sin parar? Ingreso Mínimo Vital como propaganda, que además se paraliza, y todos los sindicatos aplaudiendo al gobierno progresista. Y suma, y sigue.
La clase proletaria ha permanecido paralizada porque el gobierno progresista ha sabido canalizar la tensión hacia los gobiernos autonómicos, en manos del PP o de otras formaciones, ha agitado el coco del fascismo dándole una cancha a Vox que de ninguna otra manera hubiera soñado con tener. Ahí están, como espantajo, los cuatro fascistas descerebrados que protestan bajo el grito de “libertad”, para que la masa de la población piense que lo correcto es aceptar las medidas restrictivas de este gobierno que “vela por nosotros”. Muchos proletarios siguen confiado en un gobierno que les lleva, como hizo el del PP hace diez años, a la miseria.
Pero esta situación no puede mantenerse. Mientras las colas del paro aumentan, las familias acuden a Cáritas a pedir comida, las empresas despiden con ERTEs casi permanentes... los proletarios no podrán estar eternamente callados. Ahora, se implanta el toque de queda y un nuevo estado de alarma: Todo queda prohibido, salvo trabajar. Reuniones prohibidas, movimientos limitados, restricciones y multas… ¿Cuánto más debemos esperar?