Tendría que
resultar trivial decir que nada de lo que se llama “pueblo de
Cataluña” o “ciudadanía catalana” existe, faltando las
mínimas condiciones de debate público, información imparcial,
reunión libre, elección abierta y control popular de la
representación, para que esas expresiones no sean otra cosa que
entelequias. Ese supuesto “pueblo”, es en realidad una masa
domesticada de votantes inferior a la clase gobernante. Princeps
est
solutus legibus, por consiguiente, no hay “soberanía
popular”. Si las instituciones no cumplen con su cometido, no
hay
pueblo “soberano” capaz de disolverlas. Toda representación en
este caso es ilegítima: el Parlament no se representa más que a
sí
mismo. Ni el día en que los diputados se regodearon con la
injusta
sentencia, ni cualquier otro día, nos hemos sentido
representados
por el Parlament. El hecho de que una parte de la población se
haya
resignado a lo que juzga inevitable y hasta llegue a complacerse
en
la farsa no legitima dicha institución: las costumbres de los
pueblos esclavos forman parte de su servidumbre, no de su
libertad.
El Parlament y la Generalitat forman parte de un Estado que
nunca fue
producto de la voluntad soberana de un pueblo, sino fruto de un
contrato entre la dictadura franquista y las fuerzas de la
oposición,
mediante el cual se instauró un nuevo régimen de partidos
apoyado
en el viejo aparato dictatorial. Si el sistema de representación
actual tiene alguna legitimidad, ésta proviene del franquismo.
El
resultado fue una partitocracia, es decir, un régimen político
autoritario con leves apariencias democráticas donde los
partidos se
abrogan la representación de la voluntad popular a fin de hacer
valer sus intereses particulares en el reparto del poder. Los
políticos han hecho de la política una profesión, formando una
clase parasitaria que vive de la plusvalía social extraída a
través
de las instituciones, a menudo incumpliendo sus propias leyes.
Aunque
los cargos sean electivos, en la práctica sus atribuciones no
están
limitadas: el uso se confunde con el abuso. La legitimidad
auto-otorgada gracias a elecciones condicionadas y viciadas no
es más
que la justificación de ese statu quo político, abusivo y
privilegiado.[Solidaridad, desde Sevilla]
COMUNICADO:
El 18 de Marzo se hizo pública la sentencia del Tribunal Supremo que anula la absolución de ocho de las encausadas por la acción Aturem el Parlament y las condena a tres años de prisión.
Recordemos que esta sentencia resuelve un recurso interpuesto por la Fiscalía, el Parlament de Cataluña, la Generalitat y Manos Limpias contra la absolución dictada por la Audiencia Nacional al finalizar el juicio en julio del año pasado.
Ya no tenemos lugar a dudas: la avaricia es la sangre que corre por las venas de la clase dirigente. Tener tanto amor por el dinero y el poder, el único que llega a sentir, marca a fuego sus vidas. Son niñatos malcriados y caprichosos que siempre lo han tenido todo. Y si una sentencia de la Audiencia Nacional contradice sus planes, ya está el Supremo para que corrija el entuerto. Nada puede escapar de sus totalitarios dictámenes democráticos. Patalean y berrean por otro caramelito más; cuentan con el poder judicial para que lo envuelva con discursos técnicos y con la Prensa, sierva y fiel.
La saña nunca ha sido buena compañera de viaje, y cuando la ejercen las oligarquías mandatarias, se institucionaliza la inquina, el rencor y el odio. La persecución de unas personas por parte de la Fiscalía, el Parlament y la Generalitat para que paguen con años de prisión haber intentado impedir un paquete de recortes sociales atroz e impune, y que lo consigan y se congratulen, sólo es signo de putrefacción política.
La lapidación democrática a la que nos abocan nace de su arrogancia y desprecio, de su insignificancia como personas. El hedor de su ideología, la del “todo por la pasta”, es aberrante.
No creemos en sus leyes, pero viendo los tejemanejes judiciales que se llevan, afirmamos que tampoco creen ellos. Su sistema legal es una construcción elitista que funciona como látigo, siempre de arriba hacia abajo.
Menos mal que nos tenemos entre nosotras. Menos mal que sabemos que esto no será así para siempre. Llevamos tiempo agrupándonos, respetándonos y conspirando para que sea la verdadera voluntad popular -aquella que se remanga y planta cara, aquella que aguanta golpes y no recula- la que marque el sentido de esta vida. Seguimos muy decididas a continuar con las enseñanzas revolucionarias de quien ya nos dejaron, de quienes se jugaron sus vidas por la dignidad de todas las generaciones.
No está siendo fácil, pero ya estamos acostumbradas a nuestras vidas de incertidumbres e inestabilidad. La permanente precariedad a la que nos condenan nos hace ser avispadas, rápidas, audaces y cada vez más radicales.
Nos miramos para que nuestros golpes sean certeros.
Nos cuidamos para hermanarnos.
Nos reímos porque quien no ha tenido nada, nada pierde.
El Caso Parlament será recordado por la infamia y la jugarreta política.