EL POZO Y EL PÉNDULO
Sentimos náuseas, náuseas de miedo y muerte provocadas por esta larga agonía… Ahora nos damos cuenta de todo. El encierro empezó mucho antes, pero solo ahora parecemos despertar, reconociendo las paredes de esta cárcel.
Nos sentimos atados en nuestros domicilios, encerrados, como si los sentidos nos estuvieran abandonando. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, es casi lo único que resuena en nuestros oídos asustados: estado de alarma. Después, el murmullo y el griterío de los inquisidores nos ha dejado a todos en este soñoliento zumbido indeterminado, mientras esperamos en las celdas que llamamos casas.
El pensamiento volvió a nosotros poco a poco, sigiloso, de modo que pasó algún tiempo antes de poder apreciarlo plenamente: confinados sin saber hasta cuándo, mientras en las afueras de nuestra celda, en las calles que rodean nuestras casas, se extienden los tentáculos del poder. Militares y policías se afanan por limpiar las calles, toman posiciones, nos observan desde las luces de nuestras pantallas, como en el gran panóptico en el que han convertido todos y cada uno de nuestros pueblos y ciudades.
Hemos intentado avanzar en nuestras celdas, y al intentar andar hemos caído de bruces al suelo. Solo entonces nos hemos dado cuenta de lo terrible de esta situación. Delante de nosotros, como en el relato de Edgar Allan Poe, se abre un pozo enorme del que se eleva un frío que nos hiela el alma: el pozo de la crisis que viene y que llevaban tiempo preparando.
A nuestro alrededor, las paredes se achican cada vez más; parecen cerrarse sobre nosotros asfixiándonos. Y encima, sobre nuestras cabezas, el péndulo se mueve lentamente, muy lentamente, descendiendo un poco más a cada sacudida: la militarización completa de las calles, el control de movimientos, la geolocalización a través de nuestros teléfonos móviles, el pinchado de los medios que usamos los que intentamos resistir…
Nos sentimos atados, como tumbados de espaldas con las manos atadas. Las tinieblas y la noche nos rodean. Luchamos siquiera por respirar, pero el aire nos da náuseas, la intensidad de esta oscuridad nos oprime y sofoca. La atmósfera se ha vuelto de una intolerable pesadez. Ideas horribles vuelven a nuestra mente a cada instante: ¿qué hicimos? ¿Quién nos condenó? La insensibilidad se va a apoderando de nuestros miembros mientras paseamos de un lado a otro de nuestra celda. El miedo llena las casas, las estancias de nuestras casas, los hospitales, las salas de urgencias… y las calles, lo que queda de las calles.
Entonces recordamos, resuenan en nuestros recuerdos los mil vagos rumores de las horribles cosas que se cuentan de la cárcel, de la falta de libertad. Todas esas cosas que habíamos tomado por invenciones, se nos aparecen delante de los ojos como la verdad más nítida: la inquisición capitalista lleva siglos funcionando y sabemos cómo se las gasta. Nos acordamos de los enfermos en los hospitales con el miedo en sus ojos, de los ojos del miedo llorando cuando son trasladados en ambulancias o en los coches de la policía, qué más da. Nos acordamos de Bopal, de los miles de palestinos que sobreviven en Gaza o en las chabolas de Brasil, de todos esos indigentes separados por rayas de pintura en los parkings de Nevada, como de los que viven bajo el puente junto al río, justo al lado de la sede de esas grandes y pequeñas empresas, empresas como RENAULT o… ACOR… ACOR ¿Asociación Cooperativa Onésimo Redondo? Y recordamos a los cientos, a los miles de fusilados en las cunetas de este Estado español, de los muertos y fusilados en la dictadura de Franco, de los muertos en las fábricas sin poderse mover de su metro cuadrado, de todas y cada una de las víctimas de este capitalismo que nos mantiene atados, aquí, como a la espera de un juicio que ya fue, un juicio que se hizo en nuestra ausencia, y que nos ha traído a esta habitación sin posibilidad de defensa. Nos llamaron por la tele ¿o fue en la radio? Nos cogieron por la espalda y conduciéndonos forzados hacia arriba nos encerraron. El jurado nos miraba desde lejos, en sus mansiones y sus islas con piscina, se reía a carcajadas. ¿Es usted? ¿P? Eso es lo último que recordamos.
La agitación de nuestro espíritu no cesa, nos mantiene despiertos durante largas horas, dando vueltas a las paredes de esta celda, que cada día se acercan más, se estrechan… Mientras, ahí está ese péndulo, la represión, que silba, silba acercándose cada vez más, sobre nuestras cabezas. De no sabemos dónde han salido estas ratas que están royendo nuestras ataduras, las ratas que el virus ha desatado y que contribuyen a cada hora a dar más claridad a este espacio de encierro. Esas ratas a las que tantos han odiado y rechazado, nuestros pequeños aliados de las alcantarillas. Pero ahora, cuando logramos liberarnos de nuestras ataduras, las paredes se estrechan aún más. Si logramos librarnos del péndulo, las paredes nos van empujando cada vez más hacia dentro, hacia el pozo que espera en el centro de esta celda. Alguno grita: ¡cualquier muerte menos la del pozo! Y estamos ya en el borde, mirando hacia ese negro pozo sin fondo que hemos llamado crisis. ¿Acaso no es ya evidente que toda esta condena tiene por objeto precipitarnos a ese pozo? Intentamos echarnos hacia atrás, pero ya no queda espacio, las paredes de la celda, el silbido del péndulo, todo hace que se achique el espacio cada vez más, conduciéndonos hacia ese abismo que nos tienen preparado. La agonía se fija en nuestro rostro y no podemos ya casi ni gritar.
Al encarar en nuestro pensamiento la horrible destrucción que nos aguarda, hasta la idea del pozo podría parecernos algo fresco. Pero no nos engañemos. Ante la miseria y la muerte, justo en ese instante, la mayoría deja de luchar, vencida por el miedo más atroz, anestesiada por la falta de voluntad y de sentido.
No desvíes la mirada… P… prole… proletarixs… no desvíemos la mirada del péndulo que silba sobre nosotros, ni de las paredes que se estrechan, ni del borde de ese pozo al que quieren empujarnos. Mantengamos nuestra mirada alerta y los sentidos atentos en estos días de encierro. El verdadero castigo, el gran enemigo, no es otro que el miedo que mantiene nuestras bocas selladas.
Pero, como en el cuento, el final puede no ser el que esperaban nuestros torturadores, quizás al final, después de tanto miedo, sea el momento del clamor de las voces proletarias que gritan y se abrazan en las calles, derribando las paredes de esta y de todas las celdas… ¡Las terribles paredes retrocederán! Y los bárbaros estaremos allí, para coger la mano de todos y cada uno de estos presos, para librarnos por fin de esta inquisición capitalista y su castigo.
¿Los gritos de agonía solo demuestran que estamos verdaderamente vivos, que tenemos verdaderas ganas de vivir?
No esperéis que vengan de fuera a salvarnos. La salvación depende de todos nosotros, uno por uno. Las paredes son el miedo que se ha instalado en nosotros y nos ha encerrado bajo llave para solo producir y consumir, producir y consumir, en una larga condena que quizás más pronto que tarde esté tocando a su fin… cuando la Inquisición esté en poder de sus enemigos, cuando ya no haya más péndulo, ni más paredes, y llenemos ese vacío del pozo con todos los restos de esta sociedad de mierda.