Accidente ferroviario en la línea Madrid-Ferrol
A Alta Velocidad hacia la muerte
78 muertos y 168 heridos de un total de 240 pasajeros. Ese ha sido el
balance del accidente de tren de la línea Madrid a Ferrol que tuvo lugar el
pasado 24 de julio, un día antes de la festividad de Santiago Apóstol,
patrón de la ciudad de destino y causa de que el tren fuese con un número
tan elevado de pasajeros. Ahora todos los periódicos y programas de
televisión, todos los especialistas en ingeniería ferroviaria y de
telecomunicaciones y todos los expertos en debate político, discuten durante
horas y horas acerca de cómo ha sido posible que esta tragedia haya
tenido lugar, precisamente en España y, exactamente, en temporada alta de
turistas, es decir, justo cuando menos debería haber sucedido. Pero las
discusiones se prolongarán tanto como el proceso judicial, se encamine este
a culpar al maquinista del tren siniestrado o a algún otro elemento aledaño
al accidente, y, con toda probabilidad, la respuesta será “las
catástrofes suceden” Toda la lógica técnica y todas las
disposiciones políticas no alcanzarán otra respuesta que este lugar común
que pesará como una losa sobre las víctimas y no evitará de ninguna manera
que este tipo de accidentes vuelvan a repetirse una y otra vez.
Pero no se trata de una tragedia, lo que ha sucedido no es un hecho luctuoso
inevitable. Ha sido un asesinato y el capitalismo es el culpable.
Hace menos de un mes, el 6 de julio, un tren
de mercancías se estrelló en Lac-Magantic, una pequeña ciudad de Quebec
(Canadá) causando 50 muertos. No hace ni tres meses que en Bangladesh una
fábrica textil donde trabajaban miles de obreras para las principales
compañías de confección europeas ardió dejando un terrible rastro de
proletarias quemadas vivas. El año pasado, volviendo a la civilizadísima
España, cuatro jóvenes dejaban sus vidas en una macro fiesta organizada sin
ningún tipo de medida de seguridad con el objetivo de que entrasen cuantas
más personas mejor… y esto por citar sólo las muertes que pueden permanecer
más frescas en la memoria porque han ocupado más espacio en los medios de
comunicación burgueses. Se podría hacer un recuento de víctimas que nos
conduciría a números superiores al millar anual si se registrasen
sistemáticamente los cientos de accidentes ferroviarios que se producen cada
mes, en la India y Pakistán por ejemplo. Las decenas de miles de fallos en
la seguridad laboral que conducen a proletarios de todas las nacionalidades
y razas a la muerte inmediata en fábricas y obras. Y un largo etcétera. En
todas estas supuestas tragedias, nombre con el que se pretende dar la
idea de inevitabilidad e incluso de una cierta regularidad irreversible en
estos acontecimientos, hay un factor común: se trata, en todos los casos, de
hechos producidos por la necesidad del capital de aumentar el beneficio que
extrae del proceso productivo. La base reside en una ecuación muy sencilla:
en el mercado capitalista, basado en la competencia entre empresas, dado un
nivel salarial, que es uno de los principales componentes de los costes de
producción, que tiende a igualarse a la baja en todo el planeta y unos
costes fijos, costes de capital, también estables debido a la homogeneidad
de la tecnología empleada en todas partes, una de las principales vías para
aumentar la rentabilidad de la inversión y vencer por tanto a la competencia
en el terreno de la adquisición de contratos, clientes, etc. consiste en la
reducción de los costes de producción, es decir, en la utilización de
materiales de peor calidad, en la supresión de medidas de seguridad, en la
vulneración incluso de principios físicos elementales, siempre bajo la
aprobación de unas leyes que únicamente buscan favorecer la acumulación de
capital y la generación de beneficios cada vez mayores. A medida que la
competencia capitalista entre empresas y países se acrecienta, esta carrera
por obtener más beneficio que el rival se vuelve cada vez más trágica. Una
posición conquistada en el mercado, nacional o mundial, no es propiedad de
nadie para siempre, sino que debe ser defendida de la competencia con uñas y
dientes, es decir, con un esfuerzo continuo por producir siempre con costes
cada vez menores para poder vender con un margen de beneficios que
rentabilice la inversión realizada. Este es el motivo por el cual las
grandes corporaciones, antaño radicadas en un único país y vistas como la
columna vertebral de este, hoy se localizan en cualquier parte del mundo
donde los costes de producción sean menores. Y en ello no hay nada de
inmoral, nada que las leyes éticas puedan condenar. Simplemente se confirma
la ley elemental de la reproducción del capital, dentro de cuyos márgenes la
burguesía, que detenta la propiedad privada de los medios de producción,
lucha incansablemente por invertir la tendencia a la baja de la tasa de
beneficio. Esta verdadera ley natural del capitalismo es el motor de
las llamadas tragedias, que liberadas de todo velo idealista, aparecen ahora
como dramas siniestros de la moderna
catástrofe social.
El caso del tren que cubría la línea Madrid-Ferrol, resulta ser ejemplar.
Existían varios segmentos de vía a lo largo de todo el recorrido, algunos de
ellos adecuados para la Alta Velocidad y otros que conservaban la estructura
habitual de los trenes antiguos. El criterio para que esto fuese así no era
otro que el de obtener la mayor rentabilidad posible: donde se podía
construir a bajo coste vías capaces de dar soporte a los trenes AVE o ALVIA
(los dos modelos de Renfe para la alta velocidad) se hizo. Así, las grandes
rectas entre Madrid y Valladolid, o entre Orense y Santiago, resultaban
adecuadas para que los convoyes de pasajeros alcanzasen los 200 km por hora
(algo menos, por otro lado, de lo que se llega a tomar en otras líneas
emblemáticas para la economía nacional, como la de Madrid-Valencia, donde se
llega a más de 300 km por hora) Donde no era posible, siempre por motivos de
rentabilidad económica, se mantuvo el trazado antiguo de las vías,
introduciendo modificaciones en la circulación para compensar las
diferencias. De esta manera, las bases para la catástrofe estaban servidas.
Postergando para mejores momentos la homogeneización del trayecto, es decir,
esperando realizar las costosas obras de adecuación de las vías antiguas a
la alta velocidad al momento en el que los beneficios aportados por la línea
permitiesen sufragar los gastos, verificando así que resulta rentable
realizar la inversión requerida para ello, se conformó una especie de puzle
ferroviario con un equilibrio entre sus partes muy precario. La fatídica
curva de la aldea de Angrois, a pocos kilómetros de la estación de Santiago,
es precisamente uno de los tramos del trayecto en los cuales se engarzan las
vías de la alta velocidad con un trazado que no es apto para ella. El día 26
de julio, el diario El Mundo, publicaba un artículo de uno de los
responsables de geotecnia (el estudio de las condiciones geológicas para
determinar las condiciones técnicas de una obra de ingeniería) del trazado
de la curva donde tuvo lugar el accidente. En él, se explicaba: “Cuando
se hizo el proyecto de construcción de Boqueixón-Santiago […] la decisión de
utilizar la estación existente en la ciudad compostelana estaba tomada, el
final de nuestro tramo debía enlazar con un trazado paralelo a la vía férrea
en servicio de acceso a la estación y el punto de entrega debía situarse al
final de la embocadura norte de Santiago, a unos 150 metros de su boquilla.
Nuestro tramo completo cumplía con las especificaciones de Alta Velocidad
pero enlazaba con un trazado que no las cumplía, lo cual obligaría a los
trenes a desacelerar antes del enlace[…]” Esta, y no otra, fue la causa
primera del accidente. ¿Por qué la curva donde tuvo lugar no era apta para
la alta velocidad? Porque resultaba inviable en términos económicos
convertirla para las nuevas funciones. Ciertamente podría haberse construido
otra estación, a las afueras de Santiago de Compostela, que asumiese la
llegada de los trenes AVE o ALVIA, dejando la antigua para los regionales.
Pero entonces los costes de transporte, tanto para Renfe como para las
empresas turísticas y de logística locales interesadas en la llegada de la
alta velocidad a la ciudad de Santiago, se hubiesen disparado y esta no
hubiese resultado funcional. El trazado de la alta velocidad, las estaciones
finales y las intermedias, se deciden de acuerdo a criterios económicos,
buscando favorecer al entramado empresarial de la zona por donde pasan este
tipo de trenes. Resulta obvio que el simple hecho de que un tren que
transita a más de 200 km por hora constituye un peligro cuando atraviesa un
pueblo o una ciudad a los que deja partidos por la mitad (naturalmente la
opción de soterrar las vías también es inviable… por lo cara que resulta)
pero el criterio que prima es el de la rentabilidad y los gastos
extraordinarios que supondría construir unas vías completamente nuevas
elevan los costes de producción hasta el punto de volver el proyecto
inviable. El peligro potencial, y nada lejano como se ha visto con el
accidente, y real, en forma de stress causado a los habitantes del pueblo
por el excesivo ruido, por los temblores de tierra y construcciones que
causa el tren a su paso, es simplemente una variable económica que no llega
a compensar en términos cuantitativos el coste que supondría cualquier
trazado alternativo.
Pero en esta lógica caníbal del capital, en la que las vidas humanas se
pueden cuantificar en términos económicos sin que lleguen a tener nunca el
valor de los ingresos reportados a través de su sistemática puesta en
peligro, existe otro elemento más, la seguridad. La carrera por el
beneficio, que deja continuamente muertos por el camino, se oculta tras el
velo de la capacidad técnica. Es evidente que la alta velocidad
genera un peligro continuo para los pasajeros y para la población por donde
discurre, para todos los ojos está claro que constituye un riesgo tanto para
la vida humana como para la naturaleza, sistemáticamente destruida a su
paso. Pero ante esto, la respuesta que el capital está en condiciones de
dar, a través de los especialistas, los ingenieros de las empresas y los
responsables del marketing corporativo es clara: existen los medios técnicos
para que, una vez que se ha creado el peligro, este se pueda conjurar. De
esta manera la evidencia que constituye la obtención de beneficio, que es el
motor de cualquier empresa en el mundo capitalista, y que obedece a la
ecuación antes expuesta de menos costes igual a más ganancias, queda oculta
bajo la idea, continuamente repetida, de: se obtiene beneficio porque
técnicamente esto resulta posible. Se intenta trastocar la ley de bronce de
la ganancia con la supuesta evidencia de la capacidad técnica. En el caso
del accidente del ALVIA Madrid-Ferrol, como en el resto de supuestos de la
Alta Velocidad, se recurre continuamente a la idea de que es el medio de
transporte más seguro. Existen medidas de control de la velocidad, de la
contaminación acústica, de la destrucción natural, que minimizarían los
riesgos generados por la construcción de estas vías a lo largo y ancho de
todo el mundo. Concretamente se habla de sistemas de seguridad automáticos
que lograrían hacer desaparecer todo peligro a través del control continuo
de los trenes, de la reducción de la autonomía del maquinista a la hora de
elegir velocidades y ritmos de viaje. Pero, de nuevo, toda resulta una
ilusión. La técnica no constituye una verdad natural inmutable, sino que se
encuentra sometida a los mismos condicionantes que el resto de expresiones
de la vida social bajo el capitalismo. Bajo ella se encuentran las mismas
leyes del beneficio y la competencia que determinan, a través de la
rentabilidad, la rentabilidad de su diseño y de su aplicación. De esta
manera, en el mundo capitalista sólo es realizable aquello que genera
beneficios. Por un lado, gran cantidad de desarrollos tecnológicos que
permitirían mejorar notablemente las condiciones de existencia de buena
parte de la humanidad, de medicamentos que solventarían epidemias que aún
arrasan con cierta frecuencia a determinadas poblaciones, de obras de
ingeniería que acabarían con problemas naturales endémicos en determinadas
áreas del planeta, y para los cuales existen soluciones aplicables con el
grado de desarrollo técnico y científico dado, permanecen olvidados porque
resultan inviables en términos económicos. Por otro lado, como ha sido el
caso en el accidente del tren en Santiago, sencillamente no se aplican
porque aumentarían los costes de producción, en este caso de construcción y
de mantenimiento de la vía. Es por este motivo que la tecnología ERTMS,
siglas de European Rail Traffic Managment System (Sistema Europeo de Gestión
del Tráfico por Vías), que es el que se utiliza en prácticamente todos los
sistemas de alta velocidad, no se encontraba en uso en la curva donde tuvo
lugar el accidente. En su lugar estaba instalado un sistema, el Anuncio de
Señales y Frenado Automático, de mucha menor precisión ya que no hace un
seguimiento continuo del vehículo y sólo es capaz de corregir el exceso de
velocidad en determinados momentos. Precisamente ha sido un exceso de
velocidad, consecuencia de la larga recta de 80 kilómetros que había sido
recorrida a 200 por hora, el causante del descarrilamiento. Se vuelve claro
a todas luces, de nuevo, que la rentabilidad se logra sobre las muertes de
78 personas.
Para que las empresas capitalistas logren mantener un nivel de beneficios
que les permita competir con sus rivales nacionales e internacionales
resulta necesario sacrificar seguridad, en el trabajo y en el transporte.
No, se trata de que estas compañías sean especialmente voraces, sino de la
ley universal de la competencia capitalista, que otorga la victoria a quien
consigue reducir sus costes en mayor medida. Después del accidente de
Santiago una oleada de cínica indignación parece embargar a empresarios y
medios de comunicación, que juran y perjuran sobre la necesidad de mantener
cierta ética en los negocios. Pero desde hace tiempo, precisamente cuando
las vías de este trayecto se estaban levantando con evidentes carencias
técnicas, todo han sido elogios para esta nueva modalidad de transporte que
representaba la modernidad y la capacidad de aumentar notablemente la
competitividad de la economía nacional. La Alta Velocidad Española es el
emblema del desarrollo del capitalismo español durante la última década.
Durante este periodo la línea original de Madrid-Sevilla, construida para
dar cobertura a la Exposición Universal Sevilla ´92, ha visto cómo aparecían
otras que han cubierto todo el mapa del país. Madrid-Sevilla,
Madrid-Barcelona… estaban llamadas a mejorar las comunicaciones entre las
principales capitales españolas con el fin de permitir un flujo de personas
mucho más rápido. En el capitalismo el beneficio se mide en tiempo, más
rápido viajan las personas, y con ellas las mercancías y los capitales, más
rentabilidad existe. La alta velocidad ha llegado a convertirse, en este
sentido, en un símbolo de prestigio de las burguesías locales, aunadas en
los gobiernos autonómicos, que se han lanzado a la carrera de su
construcción precisamente para no quedarse atrás respecto a sus rivales en
la competencia nacional. De esta manera incluso las burguesías de capitales
de provincia sin una importancia significativa en la economía española, han
intentado acrecentar su presencia en esta mediante su unión a la red de alta
velocidad.
Pero, además, la Alta Velocidad Española es uno de los negocios más
rentables de la burguesía. Incluso en un momento como el presente, cuando la
crisis económica arrasa la producción y la tasa de beneficio se reduce en
todas las industrias a mínimos históricos, las empresas relacionadas con la
alta velocidad, es decir, gestores como ADIF, constructores como Talgo o
Siemens y fabricantes de infraestructura como FCC, presentan, en el negocio
de la alta velocidad, cuotas muy altas de beneficio. Se trata de una unión
tácita de empresas privadas y públicas que participan en el mercado español
en régimen de oligopolio, con un Estado que hace las veces de provisor
público de servicios ferroviarios, del que extraen pingües beneficios. Esta
situación les ha permitido acumular el suficiente capital como para
dedicarse a exportar tecnología y construcciones a otros países,
especialmente a países llamados emergentes, en los cuales preparan y
mantienen, trenes, infraestructuras, señalizaciones, etc. Así, el llamado
“Ave del Peregrino”, que une la ciudad de Medina con la de la Meca, en
Arabia Saudí, ha constituido el mayor negocio de la burguesía española en el
extranjero, reportándole al consorcio empresarial que se ha hecho cargo de
él la cifra de 6.700 millones de euros. Con este caso como plataforma de
lanzamiento internacional, las mismas empresas compiten con sus rivales de
otros países por hago de hacerse cargo de la línea Sao Paulo-Río en Brasil,
que se proyecta construir de cara a los Mundiales de Fútbol de 2014 y que
supondrá unos ingresos de 12.000 millones de euros. La alta velocidad es un
negocio muy rentable, sin duda. Supone una facturación anual, entre obras
nacionales y aquellas que se realizan en el extranjero, de 5.000 millones de
euros anuales y, teniendo en cuenta que es un sector fuertemente
internacionalizado que exporta el 60% de su producción, el nivel de
competencia en él es lo suficientemente alto como para que la seguridad no
resulte una prioridad y este accidente sea minimizado hasta el punto de que
no implique pérdida alguna de prestigio para las empresas que participan en
ella.
Y no sólo se trata de reducir en costes de seguridad. Recientemente las
empresas Renfe y ADIF han presentado dos expedientes de regulación de empleo
que afectará a 500 empleados en la primera y a un número indeterminado de
ellos, puesto que se ha negado aún a facilitar las cifras, en la segunda.
Además los salarios de los empleados se ligan cada vez más a la
productividad, lo que en el caso de los maquinistas se refiere a primas por
conducir puntualmente los trenes a su destino y sanciones por no lograrlo.
La explotación y los despidos aumentan a medida que las empresas luchan por
lograr mayores beneficios en cualquier parte del mundo y los usuarios de los
trenes llegan a pagar con su vida esta búsqueda incansable de la
productividad.
El capitalismo es un sistema asesino. Lo es para los proletarios que pierden
su vida diariamente en el puesto de trabajo por accidentes laborales debido
a la falta de seguridad y a los extenuantes ritmos de trabajo que se les
impone o en el trayecto de ida o de vuelta al trabajo, donde estos ritmos de
trabajo se extienden a las carreteras en las que decenas de personas mueren
cada mes. Lo es también para la población en general que se ve sometida a
continuas catástrofes provocadas por este sistema depredador que, como en el
caso del tren de Santiago, coloca el beneficio empresarial en puesto muy
superior al que ocupan las vidas humanas. Y es ilusorio pensar en un
capitalismo mejor, que fuese capaz, gracias a los controles técnicos y a la
buena voluntad, de poner los medios para evitar los accidentes. Si se muere
en el trabajo o en los trenes es porque para el capital la rentabilidad y el
beneficio son cuestiones de vida o muerte. Si una empresa cede en ellos, si
no se adapta a las inexorables leyes de la competencia y rebajan sus costes
de producción por cualquier medio posible, desaparece y su lugar en la
producción pasa a ser ocupado por un rival que no lo hace. A la hora de
buscar responsables siempre se encontrará un chivo expiatorio, como es el
caso del maquinista del ALVIA descarrilado, que habrá cometido uno u otro
fallo, de manera que la lógica criminal que es la verdadera responsable de
estas catástrofes, quede absuelta en detrimento de un culpable
individualizable y eliminable.
Nada más conocerse la noticia del accidente
ferroviario, el propio día 24, los medios de comunicación de todas las
tendencias ideológicas se apresuraron a colocar al maquinista del tren en el
centro de la responsabilidad del suceso. Repitieron sin parar que se
trataba de un error humano, un error de un individuo que se ha distraído
y que no ha respetado las reglas. Y es tal la presión ideológica de la
propaganda burguesa que el mismo maquinista se ha condenado a sí mismo,
convencido de que la parte principal de la culpa de este desastre es suya.
En realidad,
el error de un maquinista de tren, o el de un chófer de autobús o un
camionero, de un piloto de aviones o de un comandante de nave, de un
trabajador encargado de una grúa o del horno de una acería, en esta
sociedad tiene causas sobre todo objetivas: el stress nervioso y la fatiga
física provocados por la intensidad de la explotación y de la cantidad de
horas seguidas de trabajo, la escasez o inexistencia de sistemas de
prevención y una manutención precaria, la conducción individual en lugar de
la conducción en equipo, etc. son todos factores que llevan al desgaste
progresivo de la máquina-hombre, ya sea su posición en el trabajo operativa
o de dirección. Los burgueses, frente a catástrofes de este género, buscan
siempre un “culpable”, y si no lo encuentran, los muertos y heridos se
achacan a la “fatalidad” o a la “naturaleza”. No admitirán jamás que la
causa principal se debe buscar en los fundamentos económicos de su sociedad,
en el modo de producción capitalista.
Es el
capitalismo el que masacra a la humanidad en todos los aspectos de su
existencia. Una humanidad que sólo podrá salir de esta auténtica existencia
inhumana, cuando se libre de un sistema basado en la explotación y el
sufrimiento de la gran mayoría de la población, en la explotación y el
asesinato diario de miles de proletarios que pierden su vida en aras del
beneficio y de la buena marcha de la economía nacional. Es este
proletariado, que constituye hoy la única clase revolucionaria de la
sociedad, el que debe sacar a la humanidad de la división en clases
contrapuestas en la cual se encuentra constreñida en la sociedad burguesa
y destruir el sistema de la propiedad privada y el trabajo
asalariado, base real de todas las catástrofes que se producen. Y sólo podrá
hacerlo por la vía de la revolución comunista, de la destrucción sistemática
mediante su dictadura de clase, ejercida por el partido comunista, de todo
vestigio de este mundo de miseria. De esta manera, únicamente siguiendo este
camino, la humanidad reencontrará su verdadera naturaleza, constituyendo su
sociedad de especie en la que, olvidados por fin los criterios de beneficio,
productividad o rentabilidad, la única máxima que regule la vida social sea
aquella de de cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus
necesidades que el marxismo revolucionario enarboló hace más de ciento
cincuenta años.
¡por la reanudación de la lucha de clase proletaria!
¡por la reconstitución del partido comunista, internacional e
internacionalista!
¡por la revolución comunista internacional!
Partido Comunista Internacional
28
de julio
de 2013
www.pcint.orgValladolor no admite comentarios
La apariencia como forma de lucha es un cancer
El debate esta en la calle, la lucha cara a cara
Usandolo mal internet nos mata y encarcela.
Piensa, actua y rebelate
en las aceras esta el campo
de batalla.
si no nos vemos
valladolorenlacalle@gmail.com