La corrupción en la sociedad capitalista no es otra cosa que la otra cara de la mercantilización de cualquier actividad humana, de cualquier relación humana, de cualquier actividad de producción y de distribución y, por tanto, de cualquier ideología y actividad del pensamiento. Encuentra su base en el valor de cambio y sobre las leyes del mercado según las cuales, en la división de la sociedad en clases, los miembros de las clases dominantes son objetivamente vehículos y, al mismo tiempo, beneficiarios de la corrupción, es decir, de la degeneración de cualquier tipo de expresión natural de la vida social.
UNAS NOTAS anticapitalistas, ante los casos múltiples de corrupción que salen a la luz (en estos días inciertos)
La corrupción en la sociedad capitalista no es otra cosa que la otra cara de la mercantilización de cualquier actividad humana, de cualquier relación humana, de cualquier actividad de producción y de distribución y, por tanto, de cualquier ideología y actividad del pensamiento. Encuentra su base en el valor de cambio y sobre las leyes del mercado según las cuales, en la división de la sociedad en clases, los miembros de las clases dominantes son objetivamente vehículos y, al mismo tiempo, beneficiarios de la corrupción, es decir, de la degeneración de cualquier tipo de expresión natural de la vida social.
La anarquía económica, la
competencia entre capitalistas en busca de un beneficio siempre mayor, se
encuentra, entonces, en el origen del capitalismo tanto como en la esencia de la
corrupción. Es la misma propiedad privada la que moldea a la vez la apropiación
por parte de la burguesía de la plusvalía y la corrupción, que es una versión
exacerbada de la competencia entre rivales. En la época, los casos de corrupción
en los sistemas por acciones, las componendas político empresariales más
llamativas, mostraron con claridad que, sobre todo en épocas de crisis, cuando
la lucha entre capitalistas se acentúa hasta el punto de llegar a la guerra
imperialista, la corrupción no hace otra cosa que crecer con el capitalismo,
porque es una vía más para que los burgueses aseguren la rentabilidad de sus
negocios en un entorno cada vez más hostil. Las leyes contra estos pretendidos
desmanes no han sido nunca nada más que retórica similar a las declaraciones
pacifistas de los coroneles. «Combatir» la corrupción con las mismas leyes que
defienden la propiedad privada y la explotación del trabajo asalariado es algo
así como combatir el incendio con el lanzallamas.
Hoy, la corrupción
generalizada es uno de los síntomas de la senilidad del sistema capitalista. Las
contradicciones que le acompañan desde su nacimiento no sólo no han remitido
sino que se han generalizado con su desarrollo. La corrupción, por tanto, no ha
seguido un camino diferente. La época del imperialismo, que se caracteriza por
el ensamblaje entre capital financiero y capital industrial, presenta un
incremento salvaje de la competencia entre capitalistas. La corrupción,
acompañada de una súper burocratización de todos los aspectos de la existencia
acorde con la frase «quien hace la ley, hace la trampa», resulta ya algo
sistemático. Pero son las condiciones naturales de desarrollo del mundo
capitalista las que han hecho que esto sea así. No se trata de «malas prácticas»
ni de «excesos» sino de una parte más del juego con el cual se desenvuelve la
competencia capitalista. La corrupción minimiza riesgos y nada hay más
apetecible para un burgués que el negocio rentable sin arriesgar demasiado. Por
otro lado, la corrupción también incrementa los riesgos, porque suele volverse
en contra del primero en recurrir a ella cuando un segundo puede pagarla más
cara. Pero esa es precisamente la dinámica de la rivalidad entre capitalistas y
no hay legislación por extendida que esté y fuerte que resulte capaz de
erradicar este verdadera ley del vida del mundo burgués.
Hoy se escucha en todas
partes que, en momentos de crisis económica, la corrupción amenaza con destruir
el orden social. No puede existir una falacia mayor. El orden social, el orden
social capitalista basado en la explotación del proletariado, se mantiene
mientras se mantiene el dominio político de la burguesía. Dominio que refrenda y
sustenta la extracción de plusvalía a ritmos cada vez mayores para obtener el
beneficio imprescindible para que los negocios continúen siendo rentables.
Mientras esta extracción pueda realizarse, y para ello vela el Estado burgués,
órgano del dominio político de la burguesía, con su cohorte de policía y
ejércitos, pero sobre todo con el método democrático de gobierno –una de las
expresiones ideológicas y prácticas más rentables de la corrupción burguesa- que
liga a los proletarios a la suerte de su enemigo de clase, el orden social está
garantizado. Podrán existir conflictos entre distintos elementos de la clase
dominante burguesa interesados de una manera u otra en hacer girar a su favor
alguna situación determinada para colocarse en una situación ventajosa frente a
sus competidores. Existirán también, sin duda, abusos continuados del inmenso
aparato burocrático del Estado hacia las clases medias que verán así agravada su
situación, ya de por sí complicada en la crisis capitalista que tiende cada vez
más a arrojarlas a las filas del proletariado. Pero serán, siempre y por
escandalosos que resulten, conflictos propios del capitalismo que para nada
harán tambalearse las bases de su existencia.
El proletario nº 3, noviembre de 2013]
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de batalla.
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