El regreso del Tribunal de Orden Público [Encausados del Parlament]
El Tribunal
Supremo, a petición del Parlamento catalán, el Gobierno de la
Generalitat y el colectivo españolista Manos Limpias, acaba de
condenar a tres años a ocho de los procesados por la protesta
pacífica ante el Parlament del 15 de junio de 2011, revocando
así
el fallo anterior de la Audiencia Nacional. Como era de esperar,
la
sentencia ha concordado con el sentir mayoritario de la
plutocracia
catalana, que ha invitado a todos a respetar la decisión del
Supremo. Según un tribunal del que cabe cuestionar su
imparcialidad
puesto que sus miembros son elegidos por las cúpulas de los
partidos
políticos, la libertad de expresión y de crítica de los
electores
había colisionado con “valores superiores” como el derecho de
los diputados a representar la farsa parlamentaria y aprobar
recortes
de servicios públicos en nombre de todos los “ciudadanos
catalanes”. Los procesados habían incurrido en una “errónea y
traumática desjerarquización del derecho de participación
política
a través de los legítimos representantes en el órgano
legislativo”, pero… ¿de verdad eran legítimos? ¿Representaban
a algo más que a los intereses espurios de sus partidos?
¿Merecían
sufrir esa “traumática desjerarquización” de sus derechos
políticos, es decir, merecían que les increparan cuando se
dirigían
a sus escaños para cercenar con total impunidad los derechos
sociales de los demás?
Tendría que
resultar trivial decir que nada de lo que se llama “pueblo de
Cataluña” o “ciudadanía catalana” existe, faltando las
mínimas condiciones de debate público, información imparcial,
reunión libre, elección abierta y control popular de la
representación, para que esas expresiones no sean otra cosa que
entelequias. Ese supuesto “pueblo”, es en realidad una masa
domesticada de votantes inferior a la clase gobernante. Princeps
est
solutus legibus, por consiguiente, no hay “soberanía
popular”. Si las instituciones no cumplen con su cometido, no
hay
pueblo “soberano” capaz de disolverlas. Toda representación en
este caso es ilegítima: el Parlament no se representa más que a
sí
mismo. Ni el día en que los diputados se regodearon con la
injusta
sentencia, ni cualquier otro día, nos hemos sentido
representados
por el Parlament. El hecho de que una parte de la población se
haya
resignado a lo que juzga inevitable y hasta llegue a complacerse
en
la farsa no legitima dicha institución: las costumbres de los
pueblos esclavos forman parte de su servidumbre, no de su
libertad.
El Parlament y la Generalitat forman parte de un Estado que
nunca fue
producto de la voluntad soberana de un pueblo, sino fruto de un
contrato entre la dictadura franquista y las fuerzas de la
oposición,
mediante el cual se instauró un nuevo régimen de partidos
apoyado
en el viejo aparato dictatorial. Si el sistema de representación
actual tiene alguna legitimidad, ésta proviene del franquismo.
El
resultado fue una partitocracia, es decir, un régimen político
autoritario con leves apariencias democráticas donde los
partidos se
abrogan la representación de la voluntad popular a fin de hacer
valer sus intereses particulares en el reparto del poder. Los
políticos han hecho de la política una profesión, formando una
clase parasitaria que vive de la plusvalía social extraída a
través
de las instituciones, a menudo incumpliendo sus propias leyes.
Aunque
los cargos sean electivos, en la práctica sus atribuciones no
están
limitadas: el uso se confunde con el abuso. La legitimidad
auto-otorgada gracias a elecciones condicionadas y viciadas no
es más
que la justificación de ese statu quo político, abusivo y
privilegiado.
Lo que los
partidos llaman democracia solamente es una forma modernizada de
despotismo, hija de una usurpación partidista de la voluntad
popular. En los regímenes despóticos la naturaleza de sus
instituciones requiere un grado de sumisión elevado, puesto que
la
arbitrariedad y la corrupción que acompañan al ejercicio de la
función política es incontestable. La autoridad que otorgan las
elecciones es unidireccional: unos mandan y otros obedecen, eso
es
todo. Por algo no existe la separación de poderes y los
mecanismos
de contrapeso de los “representados” al exceso de los
“representantes” brilla por su ausencia. Lo acaba de confirmar
el
Tribunal Supremo: los derechos políticos de la masa no pueden
operar
como elementos “neutralizantes” de la acción partitocrática. La
masa únicamente tiene el derecho de apoyar a los déspotas, no a
resistirles. En caso de resistencia, la protesta queda
desautorizada,
violentamente reprimida y llevada al banquillo. El despotismo no
puede prescindir del temor; por eso la policía tiene carta
blanca
con los contestatarios y la ley cubre su brutalidad y malos
tratos.
Ningún juez dará curso a una denuncia contra ella, ni aceptará
pruebas que la encausen. Cuando impera el despotismo, la
justicia es
suave y lenta con los de arriba, pero dura y expeditiva con los
de
abajo.
Consumado el
divorcio entre la clase política y la masa insumisa, el curso
lógico
del despotismo conduce a restaurar un concepto jurídico de la
pasada
dictadura: el “orden público”. En un régimen autoritario y
despótico, cualquier protesta real se convierte en conducta
delictiva. Es directamente subversiva, puesto que altera “el
normal
funcionamiento de las instituciones”, es decir, es un acto que
amenaza al orden establecido, poniendo en peligro las
prerrogativas y
la impunidad de los cargos políticos. La defensa institucional
del
orden publico es en realidad una defensa de los privilegios de
clase;
en un contexto despótico como el franquista o el parlamentario
actual, dicha defensa se traduce en intolerancia, represión e
injusticia. El papel que antaño desempeñara el Tribunal de Orden
Público, ahora lo ejerce el Tribunal Supremo. Que ni siquiera
éste
ande limpio, y que su anterior presidente, Carlos Dívar,
dimitiera
por verse implicado en un caso de malversación, es algo
anecdótico.
Lo que realmente repugna es su llamativo enfoque “acerca del
rango
axiológico de los valores constitucionales en juego”, es decir,
su
parcialidad manifiesta en favor de los inicuos fueros e
indecentes
regalías de las franquicias políticas. Pero, en fin, la Justicia
no
es más que otra arma para los gobiernos despóticos y sus
parlamentos, la representación ficticia del pueblo abstracto,
contra
el pueblo real, los de abajo. Montesquieu, el pensador de la
democracia, nos ofrece a este respecto un consuelo: “Los
fundamentos del gobierno despótico se corrompen sin cesar,
porque
éste es corrupto por naturaleza. Los demás gobiernos perecen
debido
a accidentes particulares que destruyen sus bases; el despótico
perece por culpa de su vicio interno, cuando causas accidentales
no
consiguen impedir que sus bases se pudran.” A ver si el derrumbe
llega pronto.
¡No al
despotismo! ¡Nulidad de la sentencia!
Revista
Argelaga,
21 de marzo de 2015.
[Solidaridad, desde Sevilla]
COMUNICADO:
El 18 de Marzo se hizo pública la sentencia
del Tribunal Supremo que anula la absolución de ocho de las encausadas
por la acción Aturem el Parlament y las condena a tres años de prisión.
Recordemos
que esta sentencia resuelve un recurso interpuesto por la Fiscalía, el
Parlament de Cataluña, la Generalitat y Manos Limpias contra la
absolución dictada por la Audiencia Nacional al finalizar el juicio
en julio del año pasado.
Ya no tenemos lugar a dudas: la avaricia
es la sangre que corre por las venas de la clase dirigente. Tener tanto
amor por el dinero y el poder, el único que llega a sentir, marca a
fuego sus vidas. Son niñatos malcriados y caprichosos que siempre lo han
tenido todo. Y si una sentencia de la Audiencia Nacional contradice sus
planes, ya está el Supremo para que corrija el entuerto. Nada puede
escapar de sus totalitarios dictámenes democráticos. Patalean y berrean
por otro caramelito más; cuentan con el poder judicial para que lo
envuelva con discursos técnicos y con la Prensa, sierva y fiel.
La
saña nunca ha sido buena compañera de viaje, y cuando la ejercen
las oligarquías mandatarias, se institucionaliza la inquina, el rencor y
el odio. La persecución de unas personas por parte de la Fiscalía,
el Parlament y la Generalitat para que paguen con años de prisión
haber intentado impedir un paquete de recortes sociales atroz e impune, y
que lo consigan y se congratulen, sólo es signo de putrefacción
política.
La lapidación democrática a la que nos abocan nace de
su arrogancia y desprecio, de su insignificancia como personas. El hedor
de su ideología, la del “todo por la pasta”, es aberrante.
No
creemos en sus leyes, pero viendo los tejemanejes judiciales que
se llevan, afirmamos que tampoco creen ellos. Su sistema legal es
una construcción elitista que funciona como látigo, siempre de arriba
hacia abajo.
Menos mal que nos tenemos entre nosotras. Menos mal
que sabemos que esto no será así para siempre. Llevamos tiempo
agrupándonos, respetándonos y conspirando para que sea la verdadera
voluntad popular -aquella que se remanga y planta cara, aquella que
aguanta golpes y no recula- la que marque el sentido de esta vida.
Seguimos muy decididas a continuar con las enseñanzas revolucionarias de
quien ya nos dejaron, de quienes se jugaron sus vidas por la dignidad
de todas las generaciones.
No está siendo fácil, pero ya estamos
acostumbradas a nuestras vidas de incertidumbres e inestabilidad. La
permanente precariedad a la que nos condenan nos hace ser avispadas,
rápidas, audaces y cada vez más radicales.
Nos miramos para que nuestros golpes sean certeros.
Nos cuidamos para hermanarnos.
Nos reímos porque quien no ha tenido nada, nada pierde.
El Caso Parlament será recordado por el infranqueable compañerismo generado.
El Caso Parlament será recordado por la infamia y la jugarreta política.
Nos
dirigimos a todas aquellas personas, asambleas,
colectivos, organizaciones y mareas que luchan contra la mafia política y
los fundamentalistas neoliberales. Queremos invitaros a una
manifestación unitaria de rechazo contra esta sentencia, y también
contra la política del miedo y la represión que despliega un sistema en
descomposición que quiere salvar sus privilegios por encima de la
dignidad del resto de la población.