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El 4 de abril de 2016 ha tenido lugar el desalojo por la policía municipal del Centro Social Ocupado y Autogestionado Transformadors, de acuerdo con la orden del ayuntamiento barcelonés hecha pública el 21 de marzo. El 1 de julio de 2015 se había actuado con más contundencia contra tres inmigrantes que ocuparon un edificio abandonado de la calle Creu de Molers y fueron desalojados por policías antidisturbios. La nueva administración municipal de Barcelona mostraba que su manera de “cambiar las cosas” no difiere demasiado de la anterior en las formas, aunque no recurra gratuitamente a la brutalidad policial, pero coincide plenamente con ella en el fondo: en ambas se trata de control y pacificación del espacio urbano. Trias tuvo su piedra en el zapato con Can Vies; Colau la tendrá sin duda en Transformadors y en el Banc Expropiat de Gràcia, también amenazado de desalojo inminente. La autogestión y la participación quedan bien en los discursos, pero no desempeñaron ningún papel en la “rebelión democrática” que llevó la formación Guanyem Barcelona a dirigir el consistorio, previa alianza con los neoestalinistas de IC-V y EUiA, personal con más experiencia en la gestión tecnoburocrática de los ayuntamientos.
Dado el carácter ambiguo, interclasista y abiertamente ciudadanista del discurso del 15M, la PAH y las asociaciones de vecinos, no cabía esperar otra cosa que una candidatura municipal. La desvinculación exhibicionista por parte de Colau de los enfrentamientos entre manifestantes de la Marcha por la Dignidad del 22 de marzo de 2014 y la policía antidisturbios, ya mostraba un pacifismo fariseo típico de todos los aspirantes a poltronas. A pesar de todo Colau decía la verdad: “lo que pasó al final no tiene nada que ver con nosotros”. Tocada con la camiseta verde de Stop Desahucios, no hacía más que teatro, como lo hace ahora con su pose solidaria con los refugiados. Actuaba. Aparte de las lógicas ambiciones políticas, los personalismos y la natural predisposición a figurar de los militantes catapultados a escena tras un largo tiempo de oscuridad, a día de hoy no podemos dudar de los propósitos de cambio del nuevo equipo. Son reformistas sinceros, no trepadores oportunistas ávidos de poder como los miembros de Podemos. Nuestros demócratas rebeldes sabían donde se metían cuando decidieron aprovechar el clima político de hastío creado por la acentuación de las maneras empresariales de dirigir la segunda metrópolis española. Colau entendía que la vara de alcalde vendría acompañada de barreras infranqueables, contradicciones irresolubles y componendas vergonzosas, pero estaba dispuesta a pagar el precio con tal de servir honestamente a “la ciudadanía”. Para empezar, iba a sacrificar los intereses particulares de colectivos concretos (okupas, trabajadores, desahuciados, sin papeles, etc.) en pro de un interés superior, el “interés general de Barcelona”. Pero ese interés no es más que el de la Marca Barcelona, es decir, la suma de intereses privados que se esconden tras la gestión pública del municipio, sean de tipo comercial, turístico, inmobiliario, tecnoindustrial o financiero, sin olvidar los del entramado de altos cargos de las empresas municipales. Comprendiendo su impotencia frente a la megamáquina barcelonesa, tuvo que fichar a tecnócratas del equipo de Hereu y aprovechar los proyectos inacabados de la etapa socialista (líneas 9 y 10 del Metro, reforma de la Diagonal, estación de la Sagrera del AVE, carril bicicletas, el 22@, etc.), con lo cual el “nuevo urbanismo” no se iba a distinguir demasiado del viejo.
A Colau no le quedaba
prácticamente más libertad de cambio que la de cambiar
de sitio el busto del rey anterior. Y hemos de
reconocerle una especial habilidad en llamar la atención
a través de gestos a la galería, brindis al sol y
twitters, una forma muy política de ocultar la falta de
resultados tangibles de su gestión que pudieran marcar
una diferencia cualitativa con las administraciones
anteriores. Sus oponentes de la derecha carca se lo
ponen fácil usándola como blanco de su machismo. Sin
embargo, no habrá convencido a nadie que se halle
comprometido realmente con las luchas sociales, pero ha
conseguido el beneplácito de la empobrecida clase media
urbana, tan apegada a su propiedad y a su plaza de
garaje, al menos tanto como lo consiguió en su día
Maragall, y sin el apoyo mediático de éste. Es un
mérito, pero no sólo de humo vive la política, por lo
que intentaremos evaluar la actuación del colauismo en
los tres asuntos más candentes de Carcelona: la cuestión
social, el turismo y la circulación.
El primer fracaso importante
tuvo lugar en el frente de los desahucios, la
especialidad de la casa y el trampolín que permitió a
Colau lanzarse a la política. A pesar de iniciar su
mandato parando un desahucio, a primeros de diciembre
pasado la Plataforma de Afectados por las Hipotecas
emitía un duro comunicado denunciando la pasividad de la
alcaldesa ante los desalojos. A pesar de las promesas y
del auxilio de una ley del Parlament sobre “emergencia
habitacional”, el equipo de Colau no había tocado el
parqué de tres mil pisos vacíos en manos de bancos,
inmobiliarias y grandes propietarios, ni mucho menos
multar la expulsión de inquilinos. Después de semejante
vuelta de chaqueta, ya no resulta extraño que los
manteros protestaran por el acoso blando de la policía y
exigieran planes de empleo para todos, otra promesa
incumplida, signo inequívoco de que el equipo municipal
consideraba prioritario los intereses de los
“botiguers”. En cuanto al reciente conflicto del
transporte público, la reducción de la temporalidad en
los empleos ha sido sacrificada para mantener los altos
salarios de los directivos de la EMT.
En
resumen, en muy poco tiempo el empuje reformista ha
sucumbido frente a unas fuerzas con mucho más poder
que los hipotecados y los trabajadores, cosa que
quedará corroborada con el nuevo enfoque dado a la
cuestión turística. De entrada ni la candidatura de
Barcelona En Comú ni la FABV eran contrarias al
turismo, sino a su masificación, responsable de la
degradación de la vida cotidiana en los barrios del
centro y la Barceloneta. En la alcaldía están a favor
del desarrollo tecnológico, de las smarts
cities y de los
grandes eventos como el Mobil World Congress, “un
triunfo colectivo” para Colau. Es más, la alcaldesa
había firmado su adhesión al acuerdo sobre el cambio
climático de la cumbre de París COP21, promovida por
burocracias ambientalistas, elites económicas,
ecologistas tecnócratas y hombres de Estado. Con tal
mar de fondo, la solución no podía ser la reducción
drástica del turismo sino la descongestión de los
barrios afectados, trasladando la construcción de
hoteles a los barrios pobres, tal como explica un Plan
Especial Urbanístico para el Alojamiento Turístico. Se
quiere seguir atrayendo inversores y se acepta que
millones de visitantes sean la materia prima de una
industria que está cambiando la fisonomía de la ciudad
tanto como lo hizo el automóvil. Y a eso vamos, a
comprobar que tras la verborrea del “modelo de ciudad”
y de la “movilidad sostenible”, no hay nada que vaya a
cambiar una ciudad comida por la especulación, el
turismo masivo y la polución del aire (responsable de
3500 muertes prematuras al año), un “laboratorio
urbano” diseñado expresamente para el automóvil y los
negocios.
Si las reformas urbanas
intentan conciliar los intereses dominantes (los de las
clases dominantes) con las tímidas demandas vecinales,
sólo obtendremos cataplasmas, que lejos de erradicar el
mal, solamente tratan de disimular sus excesos. Nunca se
va a realizarse una restricción seria de la circulación
o del consumo energético, las únicas capaces de reducir
la contaminación, no ya porque no se quiera contrariar
al automovilista privado, votante potencial, o por que
no se quiera perjudicar a la industria de la automoción,
que cuenta con beligerantes representantes políticos en
Convergència, Ciudadanos y el PP, o sencillamente porque
no se deseen suprimir empleos de mierda, sino porque
ningún cambio contempla alternativas no capitalistas en
la producción, en la movilidad y en la distribución.
Barcelona se ha convertido en una monstruosa fábrica a
la que no hay que engrasar sus lúgubres mecanismos, sino
desmontar de abajo arriba. Algo que Colau ni puede ni
tiene intención de hacer.
¡ESTE
AYUNTAMIENTO TAMBIÉN DESALOJA!
Que la economía y la política vayan a la par es algo elemental. La consecuencia lógica de tal relación es que la política real ha de ser fundamentalmente económica: a la economía de mercado corresponde una política de mercado. Las fuerzas que dirigen el mercado mundial, dirigen de facto la política de los Estados, la exterior, la interior y la local. La realidad es ésta: el crecimiento económico es la condición necesaria y suficiente de la estabilidad social y política del capitalismo. En su seno, el sistema de partidos evoluciona de acuerdo con el ritmo desarrollista. Cuando el crecimiento es grande, el sistema tiende al bipartidismo. Cuando se detiene o entra en recesión, como si obedeciera a un mecanismo homeostático, el panorama político se diversifica.
El capital, que es una relación
social inicialmente basada en la explotación del trabajo, se
ha apropiado de todas las actividades humanas, invadiendo
todas las esferas: cultura, ciencia, arte, vida cotidiana,
ocio, política… Que hasta el último rincón de la sociedad se
haya mercantilizado significa que todos los aspectos de la
vida funcionan según pautas mercantiles, o lo que es lo mismo,
que cualquier actividad humana es gobernada por la lógica
capitalista. En una sociedad-mercado de éstas características
no existen clases en el sentido clásico del término (mundos
aparte enfrentados), sino una masa plástica donde la clase del
capital -la burguesía- se ha transformado en un estrato
ejecutivo sin títulos de propiedad, mientras que su ideología
se ha universalizado y sus valores han pasado a regular todas
las conductas sin distinción. Esta forma particular de
desclasamiento general no se traduce en una desigualdad social
menguada; bien al contrario, es mucho más acentuada, pero
incluso con el aguijoneo de la penuria ésta se percibe con
menor intensidad y, por consiguiente, no induce al conflicto.
El modo de vida burgués ha inundado la sociedad, anulando la
voluntad de cambio radical. Los asalariados no quieren otro
estilo de vida ni otra sociedad esencialmente diferente; a lo
sumo, una mejor posición dentro de ella mediante un mayor
poder adquisitivo. El antagonismo violento se traslada a los
márgenes: la contradicción mayor radica más que en la
explotación, en la exclusión. Los protagonistas principales
del drama histórico y social ya no son los explotados en el
mercado, sino los expulsados y quienes se resisten a entrar:
los que se sitúan fuera del “sistema” como enemigos.
La sociedad de masas es una sociedad uniformizada, pero tremendamente jerarquizada. La cúspide dirigente no la conforma una clase de propietarios o de rentistas, sino una verdadera clase de gestores. El poder deriva pues de la función, no del haber. La decisión se concentra en la parte alta de la jerarquía social; la desposesión, principalmente en forma de empleo basura, precariedad laboral y exclusión, se ceba en la parte más baja. Las capas intermedias, encerradas en su vida privada, ni sienten ni padecen; simplemente consienten. Sin embargo, cuando la crisis económica las alcanza, las tira hacia abajo. Entonces, dichos estratos, denominados por los sociólogos clases medias, salen de ese inmovilismo que era basamento del sistema de partidos, contaminan los movimientos sociales y toman iniciativas políticas que se concretan en nuevas formaciones. Su finalidad no es evidentemente la emancipación del proletariado, o una sociedad libre de productores libres, o el socialismo. El objetivo es mucho más prosaico, puesto que no apunta más que al rescate de la clase media, o sea, a su desproletarización por la vía político-administrativa.
La expansión del capitalismo, geográfica y socialmente, comportó la expansión de sectores asalariados ligados a la racionalización del proceso productivo, a la terciarización de la economía, a la profesionalización de la vida pública y a la burocratización estatal: funcionarios, asesores, expertos, técnicos, empleados, periodistas, profesiones liberales, etc. Su estatus se desprendía de su preparación académica, no de la propiedad de sus medios de trabajo. La socialdemocracia alemana clásica vio en esas nuevas “clases medias” un factor de estabilidad que hacía posible una política reformista, moderada y gradual, y desde luego, un siglo más tarde, su ampliación permitió que el proceso globalizador llegara al límite sin demasiadas dificultades. El crecimiento exponencial del número de estudiantes fue el signo más elocuente de su prosperidad; en cambio, el desempleo de los diplomados ha sido el indicador más claro de la desvalorización de los estudios y, por lo tanto, el termómetro de su abrupta proletarización. Su respuesta a la misma, por supuesto, no adopta rasgos anticapitalistas, ajenos completamente a su naturaleza, sino que se materializa en una modificación moderada de la escena política que reaviva el reformismo de antaño, centrista o socialdemócrata, pomposamente denominada “asalto a las instituciones”.
La clase media se halla en el centro de la falsa conciencia moderna por lo que no se contempla a sí misma como tal; para ella su condición es general. Todo lo ve bajo su óptica particular exacerbada por la crisis, sus intereses son los de toda la sociedad. Sociológicamente, todo el mundo es clase media; sus ideólogos se expresan en el lenguaje de cartón piedra de Negri, Gramsci, Foucault, Deleuze, Derrida, Baudrillard, Bourdieu, Zizek, Mouffe, etc. Para ellos el “gran acontecimiento”, la quiebra del régimen capitalista, es algo que nunca sucederá. La revolución es un mito al que conviene renunciar en aras de una contestación realista a la crisis que fomente la participación ciudadana a través de las redes sociales, o sea, la cacareada “dialéctica de contrapoder”, no que impulse el cambio revolucionario. Políticamente, todo el mundo es ciudadano, o sea, miembro de una comunidad electrovirtual de votantes, y en consecuencia, ha de apasionarse con las elecciones y las nuevas tecnologías. Cretinismo ideológico posmoderno por un lado, cretinismo parlamentario tecnológicamente asistido por el otro, pero cretinismo que cree en el poder. Su concepción del mundo le impide contemplar los conflictos sociales como lucha de clases; para ella aquellos son simplemente un problema redistributivo, un asunto de ajuste presupuestario cuya solución queda en manos del Estado, y que por consiguiente, depende de la hegemonía política de las formaciones que mejor la representan. La clase media posmoderna reconstruye su identidad política en oposición, no al capitalismo, sino a “la casta”, es decir, a la oligarquía política corrupta que ha patrimonializado el Estado. Los otros protagonistas de la corrupción, banqueros, constructores y sindicalistas, permanecen en segundo plano. La clase media es una clase temerosa, espoleada por el miedo, por lo que busca hacer amigos más que enemigos, pero ante todo busca no desequilibrar los mercados; la ambición y la vanidad aparecerán con la seguridad y la calma que proporciona el pacto político y el crecimiento. Al constituirse como sujeto político, su ardor de clase se consume todo ante la perspectiva del parlamentarismo; la contienda electoral es la única batalla que piensa librar, y ésta discurre en los medios y las urnas. En sus esquemas no cabe la confrontación directa con la fuente de sus temores y sus ansias -el poder de “la casta”- ya que sólo pretende recuperar su estatus de antes de 2008, reforma que pasa por la despatrimonialización de las instituciones, no por su liquidación.
El concepto de “ciudadanía” ofrece
un sucedáneo identitario allí donde la comunidad obrera ha
sido destruida por el capital. La ciudadanía es la cualidad
del ciudadano, un ente con derecho a papeleta cuyos
adversarios parece que no sean ni el capital ni el Estado,
sino los viejos partidos mayoritarios y la corrupción, los
grandes obstáculos del rescate administrativo de la clase
media desahuciada. La ideología ciudadanista, a la vanguardia
del retroceso social, no es una variante pasada por agua del
obrerismo estalinoide; es más bien la versión posmoderna del
radicalismo burgués. No se reconoce ni siquiera de boquilla en
el anticapitalismo, al que considera caducado, sino en el
liberalismo social de corte más o menos populista. Esto es así
porque ha tomado como punto de partida la existencia degradada
de las clases medias y sus aspiraciones reales, por más que se
apoye en las masas en riesgo de exclusión, demasiado
desorientadas para actuar con autonomía, y asimismo en los
movimientos sociales, demasiado débiles para creer y mucho
menos desear una reorganización de la sociedad civil al margen
de la economía y del Estado. En ese punto, el ciudadanismo es
hijo putativo del neoestalinismo fracasado y de la
socialdemocracia obstruida. El programa ciudadanista es un
programa de advenedizos, extremadamente maleable y tan
políticamente correcto que da arcadas, ideal para arribistas
frustrados y aventureros políticos en paro. Los principios no
importan; su estrategia es conscientemente oportunista, con
objetivos únicamente a corto plazo, perfectamente compatibles
con pactos que el día antes de las elecciones hubieran sido
considerados contra natura.
En ningún programa ciudadanista figurarán la socialización de los medios de vida, la autogestión generalizada, la supresión de la especialización política, la administración concejil, la propiedad comunal o la distribución equilibrada de la población en el territorio. Los partidos y alianzas ciudadanistas se proponen simplemente un reparto de ingresos que amplíe la base mesocrática, es decir, pugnan por unos presupuestos institucionales que detengan las privatizaciones, eliminen los recortes y reduzcan la precariedad laboral, sea por la creación de pequeñas empresas, o por la cooptación de una mayoría subempleada de titulados en las tareas administrativas, intenciones que no son nada rupturistas. No llegan a la arena política como subversivos sino como animadores; lo de cambiar la constitución de 1978 no va en serio. Todavía no han puesto el pie en el ruedo y ya exhiben realismo y moderación a raudales, enarbolando la bandera monárquica y tendiendo puentes a la denostada “casta”. Son conscientes de que una vez consolidados como organizaciones y en posesión de un capital mediático suficiente, el paso siguiente será una gestión de lo existente más clara y eficaz que la anterior. Ninguna medida desestabilizadora les conviene, pues los líderes ciudadanistas han de demostrar que la economía se desenvolverá menos críticamente si son ellos quienes están al timón de la nave estatal. Forzosamente han de presentarse como la esperanza de la salvación por la economía, por eso su proyecto identifica progreso con productividad y puestos de trabajo, o sea, es desarrollista. Persigue entonces un crecimiento industrial y tecnológico que cree empleos, redistribuya rentas y aumente las exportaciones, bien recurriendo a reformas del sistema impositivo, bien a la explotación intensiva de los recursos territoriales, incluido el turismo. Lo de menos es que los empleos sean socialmente inútiles y respondan a necesidades auténticas. El realismo económico manda y completa al realismo político: nada fuera de la política y nada fuera del mercado, todo para el mercado.
El relativo auge del ciudadanismo, con sus modalidades nacionalistas, viene a demostrar el deficiente calado de la crisis económica, que lejos de sacar a la luz las divisiones sociales y sacar a la luz las causas de la opresión, dando lugar a una protesta consciente y organizada que se plantee la destrucción del régimen capitalista, ha permitido a otros disimularlas y oscurecerlas, gracias a una falsa oposición que lejos de cuestionar el sistema de la dominación lo apuntala y refuerza. Una crisis que se ha quedado a mitad de camino, sin desencadenar fuerzas radicales. No obstante, las crisis van a continuar y a la larga sus consecuencias no podrán camuflarse como cuestión política y terminarán emergiendo como cuestión social. Todo dependerá del retorno de la lucha social verdadera, ajena a los medios y a la política, recorrida por iniciativas nacidas en los sectores más desarraigados de las masas, aquellos que tienen poco que perder si se deciden a cortar los lazos que les atan al destino de la clase media y bajan de su carro. Pero dichos sectores potencialmente antisistema hoy parecen agotados, sin fuerzas para organizarse autónomamente, incapaces de erigirse en sujeto independiente, y por eso el ciudadanismo campa a sus anchas, llamando suavemente a la puerta de los parlamentos y consistorios municipales para que le dejen entrar. Esa es la tragicomedia de nuestro tiempo.
Argelaga,
30 de abril de 2015.
Valladolor no admite comentarios
La apariencia como forma de lucha es un cancer
El debate esta en la calle, la lucha cara a cara
Usandolo mal internet nos mata y encarcela.
Piensa, actua y rebelate
en las aceras esta el campo
de batalla.
si no nos vemos
valladolorenlacalle@gmail.com