miércoles, 4 de noviembre de 2020

Un mundo que ya no

 

Un mundo que ya no

 

Hay veces en las que te paras a mirar este sistema y te llega una sensación extraña. La sensación se parece a la que tienes en un sueño, cuando la sucesión de las cosas se produce con un absurdo que resulta a la vez desconcertante y natural. En un momento de lucidez te dices que no tiene sentido que las cosas ocurran así y titubeas, pero los acontecimientos se suceden a toda velocidad y sólo puedes adaptarte, decirte que debe de ser así, que si el resto actúa con normalidad es que sin duda debe de ser normal y que ya se te pasará ese desconcierto que te llega al estómago.

No es por azar si durante la oleada revolucionaria que se abre en 1917 aparece el mecanismo del extrañamiento en las vanguardias artísticas. Tampoco lo es el que muchos de los que lo pondrán en marcha, como Maiakovski, Einsenstein o Brecht, vinculen su actividad directamente a las esperanzas de la revolución mundial. Este mecanismo, que consiste en romper la inercia en que el receptor asume la información que le va llegando, en dislocarle y generar en él una sensación de extrañeza frente a lo que observa, se utilizó en un intento de sacarle de la pasividad y cambiar su mirada: prepararla, podría decirse, para ver el nuevo mundo que estaba naciendo.

Algo semejante ocurre en los momentos de crisis. La absurda normalidad del capital se resquebraja y por momentos nos golpea la idea de que hay algo que no está bien. Que no está bien de raíz, en lo profundo de su lógica. La crisis que ha detonado la pandemia es un claro ejemplo, porque enfrenta de manera radical nuestra integridad física con los intereses de la economía: una economía que, al desmoronarse, se vuelve cada vez más brutal y perversa.

Cuando era ya evidente que el COVID había aterrizado en Europa, y cuando las noticias que llegaban de China dejaban pocas dudas del desarrollo exponencial de los contagios y su potencia catastrófica, la burguesía industrial del norte de Italia lanzó una campaña contra el confinamiento con la consigna #YesWeWork. Unas semanas más tarde, un vídeo mostraba el desfile interminable de camiones militares sacando cadáveres de Bérgamo. Ya no cabían más en el cementerio de la ciudad.

#YesWeWork es una buena consigna para describir el absurdo antihumano del capital. No se trata de un mero gesto de cinismo, aunque lo sea. No expresa solo el profundo desprecio que la burguesía tiene por las vidas de quienes explota. Eso ya lo sabíamos. Es una consigna apropiada porque al recuperar el Yes We Can de Obama da voz al delirio de una clase dominante desorientada, consciente de que las costuras del capitalismo están saltando y, sin embargo, incapaz de dar otra respuesta que la huida hacia adelante, caiga quien caiga. #YesWeWork es su particular ejercicio de coaching: si el capitalismo se está desmoronando, hay que poner buena cara y esforzarse más. Todo es una cuestión de actitud.

Pero la actitud de la burguesía, por fuerza, está orientada en el sentido del propio capital. Y el capital tiene un sentido de vía única, consistente en superar sus crisis agravando las condiciones que harán estallar las siguientes. Lo que muestra de fondo la situación sanitaria, económica y social que estamos atravesando es que el capital se encuentra en un callejón sin salida, encerrado en un modo de funcionamiento que está agonizando y que sin embargo no puede abandonar.

Porque en última instancia lo que se está desmoronando es la propia mercancía. El hecho de que las relaciones sociales se organicen en torno al dinero, midiendo la cantidad de trabajo que cada productor ha gastado para poder exigir un equivalente, esa lógica misma, la lógica del valor y del capital, se está rompiendo por dentro. La producción de bienes materiales, la acumulación concentrada de conocimiento humano, la potencia productiva de nuestra sociedad es tal hoy en día que sencillamente esta forma de organizar el trabajo social pierde su sentido.

Expresión de ello son el desempleo estructural, que no deja de crecer, y la ingente cantidad de dinero sin valor, de capital ficticio, de endeudamiento generalizado de la sociedad. En Europa, se calcula que para 2030 se habrán perdido más del 20% de empleos por la automatización, algo que la crisis que ha detonado la pandemia sólo está acelerando. Muchos de los puestos de trabajo que se están perdiendo en esta crisis económica no van a regresar. Ante este hecho, la Unión Europea obliga a que sus ayudas sean destinadas a la digitalización, y lo hace con todo el sentido. Inserta en el corazón de la dinámica capitalista, la automatización de la producción es incuestionable. La única forma de no dejarse arrollar por ella es correr en su misma dirección.

Pero esa dirección es catastrófica. Si no hay trabajo que explotar, tampoco hay ganancias. Solo el crédito permite un poco de aire, y es precisamente lo que lleva dando oxígeno al capitalismo desde los años 70. La propia burguesía reacciona confusamente ante ello. Así, en 1976 al primer ministro francés se le ponían los pelos de punta al ver cómo la deuda pública ascendía al 16% respecto al PIB. Uno de sus sucesores, François Fillon, afirmaba en 1998 que Francia estaba en situación de quiebra con un 68%. Cuando en abril de 2020 ésta apuntaba con llegar al 120%, un diputado de su mismo partido declaraba que la única solución a la quiebra es que Francia se endeude. Y no sólo Francia. Para enfrentar la profunda crisis que está estallando, la Fed, el Banco de Inglaterra y el BCE han dado vía libre al endeudamiento estatal y privado. El mensaje es claro: la única receta económica de este sistema enfermo, tanto de la izquierda como de la derecha, es tirar la pelota hacia adelante.

Esto necesariamente conlleva una pérdida de valor del dinero. Pero la crisis económica es tan profunda que la Fed ha abandonado toda política de control de la inflación y mantendrá el flujo imparable del dinero —aunque qué dinero ya, sino un creativo ejercicio de contabilidad— para evitar los riesgos de deflación.

Pero que el dinero y el trabajo asalariado dejen de tener sentido no implica ni que esta sociedad colapse por sí misma, ni que transitemos gradualmente a otro tipo de sistema. Bien al contrario, la huida hacia adelante del capital se parece a la de aquellos altos mandos de la marina alemana que, en 1918, convencidos de la derrota y deseosos de salvar su honor, mandaron a los marineros de Kiel a un ataque suicida contra la flota inglesa. Yes, we work. En medio de una pandemia que ha alcanzado largamente el millón de muertos —según cifras oficiales—, la máquina del trabajo sigue funcionando. Y es una máquina de matar.

En España, el desconfinamiento se hizo con una campaña publicitaria orquestada en todos los medios de comunicación del país con un solo objetivo: hemos ganado, todo va bien, abran las terrazas, consuman y sobre todo sirvan las copas, que llegan los alemanes. Apenas un mes y medio después del final del confinamiento la curva de contagios volvía a ascender a toda velocidad. Para salvar el turismo, se rechaza cualquier medida de prevención real y en su lugar se dan algunas medidas de maquillaje: mascarilla obligatoria, prohibido fumar en la calle, máximo de reunión a grupos de diez. A partir de septiembre, como en tantos otros sitios del hemisferio norte, la vuelta a clase se hace presencial y en mitad del caos. Los propios políticos, de izquierdas y derechas, lo explican: todos los alumnos se van a contagiar, los profesores por tanto también y —va de suyo— algunos morirán. Pero sin aparcar a los niños en la escuela, los padres y las madres no pueden seguir haciendo funcionar la máquina del trabajo asalariado. Después del personal sanitario y los trabajadores esenciales —para el capital— con el primer confinamiento, los profesores son la siguiente hornada en la venta de carne de cañón.

Esto no va a parar. En primer lugar, porque la aparición del coronavirus era la crónica de una matanza anunciada. Producto característico de la relación del capital con la naturaleza, las condiciones que han hecho emerger esta pandemia sólo pueden empeorar: cuanto más fuerte es la crisis del valor, más salvaje es su consumo de energía y recursos naturales, menos miramientos puede tener la producción con la destrucción de los hábitats naturales, más miseria social se genera, más se debilita el sistema inmune de nuestra especie, más crecen las megalópolis, más forzados se ven los Estados a reducir el gasto sanitario para dedicarlo a la deuda y la represión. Como un cáncer en su fase terminal, el capital se descontrola y alcanza todos los órganos de un cuerpo social enfermo.

En este contexto, no hay que sorprenderse porque el Estado burgués se comporte como un Estado burgués. Reprime: naturalmente. Su función es garantizar que el flujo de mercancías y trabajadores continúe con la mayor normalidad posible. Si eso supone 200 muertos diarios en cada país —el equivalente a un avión lleno de pasajeros que se estrella todos los días—, es un precio que está más que dispuesto a pagar. Si eso supone penalizar el espacio privado en que se tejen lazos de solidaridad y apoyo mutuo, lo hará. Si aumenta las multas, los juicios, si tiene que mandar a la policía para aplastar las protestas contra el hambre, no tiene más que firmar. Para eso los capitalistas le rinden su tributo. La izquierda y la derecha, sus bailes parlamentarios, sus chivos expiatorios, sus malabarismos para que el colapso sanitario no se convierta en un colapso funerario con cadáveres ardiendo en las calles, todo eso no es más que el telón de fondo de una obra de teatro macabra.

No entraremos en una nueva normalidad. Seguirá siendo la misma normalidad del capital, cada vez más catastrófica y salvaje. Pero al igual que la propia crisis, los movimientos de lucha venían de antes y la pandemia sólo puede funcionar como catalizador. A finales de 2018 se inicia con los chalecos amarillos en Francia una oleada de luchas a nivel internacional que se extenderá a lo largo del siguiente año. Se suceden las revueltas de Sudán y Haití. Poco después llega Hong Kong, que paraliza el país durante semanas y pone en riesgo la gobernabilidad de ese bastión de los juegos del hambre donde se disputan de las distintas potencias imperialistas. El otoño de 2019 concentrará potentes enfrentamientos en Líbano, Irak, Ecuador. En Líbano e Irak las protestas hacen caer al primer ministro, en Ecuador obligan a cambiar la sede del gobierno. Si a principios de octubre Sebastián Piñera presumía ante los medios de la estabilidad de Chile en una Latinoamérica convulsionada por los enfrentamientos de clase, apenas unas semanas después, con las calles del país ardiendo, cambiará el tono: «estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable», que su propia esposa describirá como una «invasión alienígena» que les sobrepasa.

Aún cuando un tercio de la población mundial se encuentra confinada, en mayo de 2020 estalla la ira en Estados Unidos por el asesinato de George Floyd. Unos días después la revuelta se ha extendido por todo el país, y no hay confinamiento ni estado de alarma que consiga pararla. Los manifestantes llegan hasta la Casa Blanca y Trump corre a refugiarse en el búnker, como apenas un año antes lo hacía Macron en el punto más álgido del movimiento de los chalecos amarillos. En agosto regresa el Líbano y poco después Bielorrusia, donde una oleada de huelgas fabriles se suma a las mayores movilizaciones desde la caída de la URSS. En los momentos en que esto se escribe, Nigeria está ardiendo.

Nos ha tocado vivir los estertores de un mundo absurdo. Presa de su propia agonía, el capital nos pide que sacrifiquemos nuestras vidas y la de nuestros seres queridos por seguir alimentando una máquina que ni siquiera se sostiene. Desempleo, deuda, incendios, pandemias, depresión: ese es el horizonte de una vida sin sentido, de un sistema social sin sentido por el que nos piden dejar hasta la última gota de sangre. Moral de victoria, lo llaman, y ni la propia burguesía consigue convencerse.

En todo sueño, hay una pugna entre la normalidad y el desconcierto. Llegado un punto, la herida se abre y sólo nos queda una alternativa: mantenernos en él o despertar. Toda crisis es un comienzo. Así, cuando los altos mandos alemanes quisieron enviar a los marinos de Kiel a una muerte segura, acabaron provocando una revolución. En aquel momento la lógica de este mundo se había quebrado.

 

Grupo Barbaria

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