viernes, 14 de agosto de 2020

Estado de alarma permanente en el trabajo

 

Estado de alarma permanente en el trabajo



La pandemia de la Covid-19 ha dejado dos cosas completamente claras:
 

1) El capitalismo, un modo de producción basado en la succión de plusvalía a la clase proletaria que no entiende de barreras ni humanas ni medioambientales cuando se trata de incrementar el beneficio, es incapaz de garantizar la salud de la población, ni local ni mundialmente.

2) La única respuesta que son capaces de dar los Estados, cualquiera que sea el color del partido gobernante, para luchar contra una situación crítica como la vivida, es incrementar la presión y la represión sobre la clase proletaria, es decir, sobre la mayor parte de la humanidad, que es precisamente la que sufre con mayor dureza las consecuencias de este tipo de situaciones catastróficas.

 

De China, donde se inició la pandemia, a Estados Unidos, de Europa a África o a América Latina, el escenario ha sido exactamente el mismo: una vez comenzó a extenderse el virus y, con ello, a verse sus consecuencias terroríficas sobre la población que padecía una salud más deteriorada por el paso de los años, las enfermedades y, sobre todo, la pobreza, los Estados responsables de la salud pública adoptaron una estrategia en dos fases. La primera consistió en negar la gravedad de la situación. Todos podemos recordar, aquí en España, al responsable del centro de emergencias sanitarias, máxima autoridad en lo referente a medidas de prevención, decir que en el país apenas veríamos cuatro o cinco casos de la enfermedad. O al presidente de Brasil reírse de los miles de muertos de su país diciendo que la Covid-19 sería en cualquier caso una “pequeña gripe”. A la hora de pasar por esta fase ha dado exactamente igual que países con características sumamente parecidas ya estuviesen padeciendo la enfermedad a gran escala: el Estado español miró hacia otro lado cuando el Norte de Italia estaba siendo asolado por el virus, los Estados Unidos ignoraron todas las advertencias provenientes de China, etc. La segunda fase, que entró en juego una vez que la pretendida “normalidad” había quedado borrada del mapa, consistió en agudizar al máximo los mecanismos represivos con los que cuenta cada Estado. Algo que sólo tiene sentido en un mundo donde la clase dominante, la burguesía, dueña y señora de los medios de producción y de la riqueza social, tiene mucho más miedo a las clases subalternas, especialmente a la clase proletaria, que a cualquier enfermedad o catástrofe “natural”. En vez de rehabilitar hospitales, contratar servicios médicos, crear puestos de enfermería, etc. el Estado comienza por imponer medidas de control de la población: el confinamiento, el aislamiento de ciudades y el Estado de Alarma son diferentes modalidades de este control.
Su fin es tan sólo parcialmente el de preservar la salud de la población: durante meses se ha ido echando leña al fuego y, cuando el incendio es incontrolable, se prohíbe respirar para no intoxicarse con el humo. La verdadera salud, aquella que el capitalismo no puede garantizar, está basada en la prevención, en la atención inmediata al enfermo pero también en el cuidado del sano para que no enferme. Todo aquello que ningún Estado de ningún país ha hecho. Las medidas de excepción, como en España el Estado de Alarma y el confinamiento, son la constatación de que los sistemas sanitarios, esos en que se invierten millones de euros y con los que se justifica el mal llamado “Estado del bienestar”, se vienen abajo ante una situación realmente grave tal y como lo hace un castillo de arena en cuanto lo toca el agua. Se confina a la población, se saca al ejército a la calle, se llenan los barrios de policías ejerciendo de verdaderos matones, se multa a una buena parte de la población… ¿Acaso estas son medidas de salubridad? No, es represión pura y dura encaminada a reforzar al máximo la fuerza de un Estado que no es capaz de gestionar la salud pública y puede ver cómo se colapsan las grandes ciudades en las que se almacena la mano de obra, que teme la crisis social que puede derivarse de la pandemia. En cualquier caso, si son ciertas las cifras provisionales de mortalidad que estiman diferentes medios de comunicación (de 40 a 50 mil personas), todas estas medidas muestran su incompetencia en la medida en que no han podido evitar que muera el 1% de la población española durante los tres meses que estuvieron vigentes.

Aquí es donde toda esta lógica terrible del confinamiento, el Estado de Alarma, etc. como medida sanitaria se viene abajo. ¡No se ha evitado la catástrofe! ¡La sanidad pública ha colapsado! ¡El “exceso” de muertes este año se mide en decenas de miles de personas! Las medidas han resultado casi inútiles porque en ningún caso han ido encaminadas a atajar el problema. Aun admitiendo la dureza que la situación imponía, en todo momento se tuvo un cuidado extremo en que la crisis sanitaria no interfiriese en la economía. Se ha confinado a la población, se ha demostrado un especial salvajismo hacia los niños y personas con minusvalía, se ha permitido una hecatombe en las residencias de ancianos, pero… ¿se ha paralizado la producción? No. ¿Se ha cortado de raíz con el foco de infección que es el transporte público que se utiliza para ir al trabajo? Tampoco. Porque, con la excusa de los trabajos esenciales, que incluyen un espectro tan amplio que va desde los supermercados hasta el sector de la logística, es decir, desde el suministro de alimentos hasta el reparto a domicilio de una televisión, casi todos los trabajadores empleados en algo que no fuese el pequeño comercio han tenido que ir a trabajar.

El trabajo es la principal actividad diaria, la que consume casi todo el tiempo de cualquier proletario, por tanto el lugar de trabajo es donde la posibilidad de infectarse se dispara, donde más contacto con otras personas hay. Es, por ejemplo, donde se sabe que se generalizan los brotes de gripe cada otoño. Cabría esperar que los centros de trabajo hubiesen sido el principal objetivo del confinamiento, que en España de hecho se ha llevado a cabo bajo el paraguas del Estado de Alarma, una figura constitucional dedicada tanto a pandemias… como a huelgas. Pero no ha sido así.  A la población se la ha confinado en su tiempo libre. Se ha prohibido pasear, visitar a los familiares o jugar en la calle. Pero no se han prohibido las aglomeraciones en el Metro de Madrid, Barcelona o Bilbao. No se han cerrado las empresas cuya planta productiva no podía garantizar condiciones de salubridad mínimas. No se han cerrado los talleres textiles de Alicante, que hacinan a decenas de proletarios en condiciones ya de por sí anti higiénicas…

Este es el resumen del Estado de Alarma y el confinamiento: ampliación excepcional de los poderes represivos del Estado, control en los sectores estratégicos de la economía y garantía de que la mano de obra acudirá a ellos. Así, vimos cómo en los primeros días de la pandemia en España se obligaba a los proletarios del sector de la automoción y el metal a acudir a sus fábricas pero se les prohibía hacer huelga, llegando a entrar la Ertzaintza en alguna factoría vasca para reprimir un conato de paro.

Cuando la salud se puede proteger sin causar un gran daño a la economía, la burguesía no tiene inconveniente en hacerlo. Cierra bares, pequeños comercios, etc. sin pestañear. Cuando su fuente de ingresos se pone en riesgo por las medidas sanitarias, entonces no hay salud que valga. Se ha multado por llevar en la bolsa de la compra productos que la Guardia Civil no consideraba imprescindibles, o por bajar con los niños a tirar la basura. Pero se ha permitido que el gran centro de logística de Amazon para el sur de Europa, el que está en Madrid, permaneciera abierto.

La salud, para la burguesía y su Estado es algo importante… hasta cierto punto. Su primer objetivo, del que depende su propia existencia, es garantizar la producción de mercancías y capitales, hacerlos circular… vigilar porque las leyes de hierro de la economía no se rompan. A este objetivo, le sigue el control de la población, especialmente del proletariado, la imposición de una disciplina cuartelaria con la que se prohíbe todo, excepto trabajar. El miedo, continuamente propagado por la prensa, radio y televisión, contribuye a reforzar la represión. Durante varios meses no hubo información, ni sanitaria, ni social, ni política… sólo consignas lanzadas desde el Estado y los medios de comunicación e impuestas en la calle por la policía.

La burguesía ensaya y aprende. Sabe que las consecuencia de su dominio se manifiestan en situaciones como esta: incapacidad para garantizar la vida humana, sacrificio de los más débiles… Pero también sabe que es de ellas de las que saca buena parte de su fuerza. En ellas ensaya sus formas de gobierno. Con ellas llama a la población a la obediencia, a seguir las normas impuestas, a aceptar una jerarquía en la que la propia vida ocupa el último escalón. Las futuras crisis, sanitarias, económicas y sociales, pondrán a prueba lo aprendido… por la burguesía y por el proletariado.



ASAMBLEA LABORAL,
Valladolid, 14 de agosto de 2020.